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viernes, 13 de junio de 2014

El capital contra el trabajo

Esteban Montenegro

¿Por qué sólo en la sociedad industrial podemos hallar a la mercancía como una forma universal de la cual participan todas las creaciones de la actividad humana? En las sociedades pre-modernas, el predominio del valor de intercambio respecto del valor de uso giraba casi únicamente en torno a la actividad comercial. Los sistemas productivos de estas sociedades se orientaban aún por el valor de uso, es decir se producían bienes para su consumo y no para comercializarse. Sólo se comercializaban los excedentes de producción. Sin embargo, hechos en particular habrían de incrementar notablemente el volumen comercial y hacerlo permanente en el tiempo.

El mercado de China y de las Indias orientales, la colonización de América, el intercambio con las colonias, el incremento de los medios de cambio y de las mercaderías en general, dieron al comercio, a la navegación, a la industria, un empuje jamás conocido, atizando con ello el elemento revolucionario que se escondía en el seno de la sociedad feudal en descomposición.[1]

El desarrollo tecnológico-industrial terminó por consolidar a niveles planetarios el comercio. En ese contexto, la revolución económica, social y política de la burguesía, implicó trastocar por completo el estado de cosas previo, pues llevaba en sus genes la exigencia de dirigir, consolidar y racionalizar el aparato de estado de acuerdo a sus necesidades materiales, a sus intereses de clase siempre crecientes, para volver predecible el marco en el que se asegure la continuidad de las relaciones de producción existentes. ¿En que consistirían estos intereses de clase y esas relaciones? En resguardar jurídicamente la propiedad privada. ¿Qué implica esa propiedad privada? La propiedad privada es producto del trabajo enajenado, y a su vez el medio por el cual el trabajo se enajena. Supone no solo la identificación de los productos de trabajo como mercancías, sino la producción del trabajador mismo como una mercancía más. El trabajo devino así en actividad humana excluyente para las capas mayoritarias de la población, que a pesar de ser declarados “libres”, fueron sometidos a la necesidad de vender su fuerza de trabajo al capitalista dueño de los medios de producción para asegurar su propia existencia física. Paulatinamente se redujo al trabajador a satisfacer penosamente sus funciones vitales, animalizando su condición humana mediante largas jornadas de trabajo y el extrañamiento respecto de una producción que no le pertenecía, de una actividad que no era para él, sino beneficio de otro. La abolición de la esclavitud y la aparición del asalariado libre, por ello, viene a reemplazar progresivamente las relaciones de dependencia personal del sistema feudal, por la “objetividad” del derecho burgués que ahora pesaba sobre todos los individuos por igual, pero que dada la propiedad privada de los medios de producción de unos pocos capitalistas, obligaba al resto a rendirse ante aquellos. Recién en este punto en que las cosas, han dejado de ser producto de relaciones sociales entre hombres para convertirse en objetos cerrados en si mismos con un valor propio, en mercancías, y que los mismos trabajadores y el mismo trabajo son ya una mercancía, es que se explica el hecho de que sea la sociedad industrial del capitalismo moderno es la única que hizo posible hacer extensible la forma mercancía a todos los productos de la actividad humana.

Al examinar ese hecho básico estructural hay que observar ante todo que por obra de él el hombre se enfrenta con su propia actividad, con su propio trabajo, como con algo objetivo, independiente de él, como con algo que lo domina a él mismo por obra de leyes ajenas a lo humano.[2]

La subjetividad del trabajador aparece construida entonces por la producción misma y la cosificación que implica la categoría de mercancía que pesa sobre él, su actividad y su producto. Esta producción no la vive como una exigencia de relaciones sociales humanas injustas establecidas por el capital, sino como consecuencias racionales y fatales de un aparato económico anónimo. Dadas así las cosas, quien deviene en desempleado, se ve repentinamente negado en su mandato de trabajo por aquel mundo “objetivo”. Esto influye duramente en su percepción de sí mismo al ver depreciado el valor de mercancía de su fuerza de trabajo. Trasladémonos ahora a los casos concretos que nos tocaron en la última gran ola de desempleo comenzada en los años 90. ¿Qué significará pues para alguien que reducido durante años y años a un trabajo repetitivo y rutinario que formaba parte de sí mismo, que consideraba que le otorgaba valor moral, si de un momento para otro se ve despedido sin razón aparente, sino un proceso de muerte que se lleva parte de él para siempre? Se trata, pues, en un contexto donde el obrero ya especializado en la producción del sistema fordista sigue dependiendo de vender su fuerza de trabajo, una proletarización aún mayor, aislamiento y una marginación de la sociedad en que se desenvuelve pues ve destruido el tejido social que lo contenía. El desempleo es una de las formas en que el mercado inclinó los balances comerciales a su favor, y de esta manera el aparato económico en Argentina, principalmente durante los años 90, disciplinó fuertemente a una sociedad que había crecido con un trabajo estable y duradero. Hay que analizar esta situación como una instancia más de la lucha de clases en Argentina que significó actualizar la absoluta ventaja de la posición empresaria ante el aletargamiento de las estructuras obreras cada vez más burocratizadas. La situación de estabilidad laboral y progreso material para la clase trabajadora, que se desprendía de un Estado benefactor, en Argentina estaba asociada fuertemente a las conquistas sociales del peronismo, que se constituía además como identidad cultural de la clase trabajadora, en su gran mayoría sindicalizada a través de la CGT. El advenimiento de la dictadura en primer lugar, y finalmente del gobierno de Menem, quien llega al poder paradójicamente de la mano del peronismo y los sindicatos, pero que aplica políticas neo-liberales, privatizando los servicios públicos, liberalizando la economía, imponiendo la paridad cambiaria en un peso un dólar, acabaría por enterrar la experiencia más o menos “feliz” de aquella clase trabajadora. Así fue como entró en complicidad total con estas transformaciones negativas el principal resguardo de aquella clase trabajadora: la mayoría de los sindicatos, que en convivencia con el desguace del estado y la liberalización de la economía, permitieron el proceso de desindustrialización, que conllevó despedir, flexibilizar, precarizar y tercerizar, revirtiendo las condiciones laborales hasta entonces existentes.

La libertad individual solo puede ser producto del trabajo colectivo (solo puede ser conseguida y garantizada colectivamente). Hoy nos desplazamos hacia la privatización de los medios de asegurar-garantizar la libertad individual; Si esa es la terapia de los males actuales, está condenada a producir enfermedades iatrogénicas más siniestras y atroces (pobreza masiva, redundancia social y miedo generalizado son algunas de las más prominente).[3]

Sólo al entrar en crisis aquella identidad colectiva del peronismo, con su implícito de estabilidad laboral y alto grado de sindicalización, y el consecuente retiro de la política del espacio público, el desempleado percibe como se apropia individualmente la responsabilidad de no estar inserto en el mercado laboral. Ante la falta de racionalidad que advierte, no responde de manera colectiva, sino de forma individual buscando de nuevo insertarse en el mercado. Los sindicatos y la política ya no canalizan fuerzas ni oponen resistencia: también en ellos parecen regir relaciones cuantificables e intercambios comerciales sustentos en una racionalidad ajena a la vida concreta de las bases. Hasta la lucha por reivindicaciones también se privatiza, hecha raíz en una cúpula o grupo entramado dirigente que opera solo en su propio provecho. Las salidas individuales aparecen además harto traumáticas y peligrosas para la estabilidad psicológica del trabajador desempleado. La asociación de desempleo con vagancia o ineptitud también es moneda corriente en las clases populares todavía asociadas a la idea de dignidad del trabajo. La desocupación permanente es el callejón sin salida del que todo desempleado temporal o subocupado quiere alejarse; mientras engrosa por tiempo indefinido las filas de un ejército de reserva que disminuye el valor de la fuerza de trabajo general ahondando la crisis.

Con un capital de confianza básica, uno puede enfrentar los próximos cambios; el sentimiento de autonomía es el resultado de esta operación (el espacio propio). De no suceder esto, el sujeto sufre en forma latente sentimientos de impotencia que provocan crisis de rabia y sus consecuencias: la vergüenza y la duda.[4]

En los jóvenes por tanto una situación tal, el desempleo, frena la independencia del entorno familiar, pero también lo aísla de la sociedad toda, amigos y parejas. De este modo aparece en concreto la evidencia de la mercancía como categoría universal que atraviesa todas las actividades y relaciones humanas. Aquel eje discursivo del progreso individual y la movilidad social basada en el sacrificio, la capacitación y la especificación laboral en el trabajo, le aparece en este nuevo escenario al joven desempleado, o al hijo del desempleado como sin sentido, como algo inútil. Por ello el desempleo influye en el incremento de la deserción escolar como señalan los números expuestos por Maristella Svampa[5], mientras paralelamente, por carecer de experiencia político-sindical, fueron los jóvenes el objetivo principal de la flexibilización laboral que los consideraba más maleables y menos problemáticos. Sólo cuando el desempleo es masivo y los medios, estos nuevos constructores de la subjetividad, apropian el tema a su manera para ponerlo en la agenda pública como urgencia, es que el desempleado ve aliviada su responsabilidad individual. Se siente a sí mismo expiado de culpa, pero sólo desde el momento en que la televisión y demás medios deciden que ese sujeto “desocupado” tiene entidad colectiva y proporciones preocupantes. Como vemos la realidad inmediata del trabajador y el desempleado ya no aparece mediada por la religión, o por una identidad colectiva, política, sindical o cultural, sino por los medios masivos de comunicación, que toman un rol protagónico con un discurso moralizante y antipolítico, que construye un individualismo cada vez más cosificado, acorde al predominio del mercado por sobre lo público, instalando la asociación indisoluble entre política y corrupción para condenar e impugnar toda canalización colectiva, y estableciendo una noción degradada de lo público que simplemente atañe a vidas privadas expuestas en un terreno público para ser vistas, comentadas y/o reproducidas en sociedad. Finalmente el gobierno trunco de la Alianza acabó por estallar en una conjunción inorgánica de multitudes que se congregó a pedir “que se vayan todos” en la Plaza de Mayo en Diciembre de 2001. Si bien desde entonces se han recuperado puestos de trabajo, la clase trabajadora sigue sufriendo condiciones de flexibilización, tercerización e informalidad. Si hay algo claro es que no se puede confiar y delegar la lucha por los derechos laborales en representaciones burocráticas. Urge organizarse y coordinar luchas diversas, para consolidar poder popular e impedir otra avanzada neoliberal sobre las grandes mayorías, a la vez que se recupera el terreno perdido reivindicando la ingerencia del Estado en los asuntos económicos. El retorno de la política debe hacer carne en las bases si se pretende llevar la confrontación a escalas decisivas y no sólo a escenarios coyunturales.


[1] MARX, K. El manifiesto comunista. Ediciones cuadernos marxistas. Págs. 31-55
[2] LUKÁCS, G. Historia y conciencia de clase. México, Grijalbo, 1983. Págs. 11
[3] BAUMAN, Z. En busca de la política. FCE. Argentina. 2001. Pág. 15. Resultó pertinente por abordar las tendencias contemporáneas de relación entre el individuo y lo colectivo, como consecuencia de la ideología del poder subjetivizada en el individuo.
[4] PICHON-RIVIERE, E.; PAMPLIEGA DE QUIROGA, A. Psicología de la vida cotidiana. Nueva Visión, 1988. Pág. 43
[5] SVAMPA, M. La sociedad excluyente. Taurus, 2005. Págs. 171-172