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sábado, 25 de noviembre de 2017

Pampa y Estepa



por Esteban Montenegro

Conmemorando el centenario de la revolución rusa
hacemos este aporte al diálogo de los pueblos,
ante la visita de Alexandr Dugin a la Argentina.

I
Introducción
El Año Nuevo del Espíritu

Universalización y filosofía de la historia
La tendencia a la unificación del globo terráqueo acontece con la fuerza de un sino. Todos sentimos, en un primer momento, que se trata del impulso con que la globalización liberal-capitalista lo atraviesa todo. Pero el sentimiento de todos, el sentido común, no siempre acierta. Si bien este proceso tiene hoy un signo negativo, eso no quiere decir que no pueda orientar su rumbo en otro sentido. Podemos ver entonces en este momento crítico, una oportunidad. Así lo hizo Perón cuando anticipó que el mundo caminaba hacia la universalización. Introdujo así un concepto, que intentaba comprender y ofrecer una orientación a cuanto estaba por venir. No se resignaba entonces el General, pues no es indefectible que el mercado cierre su mano sobre el planeta si tenemos la inteligencia y la fuerza para disputar el rumbo de las grandes integraciones entre pueblos y naciones. Aquí intentaremos seguir la línea abierta por ese concepto, el proceso de universalización, abriendo perspectivas para el ejercicio de una geopolítica consciente que responda a los desafíos de la hora, para que esa hora sea la hora de los pueblos. La existencia de cada uno de ellos depende en gran medida de lo que suceda a nivel global, de grandes líneas de acción que trascienden los centros de poder local. El mayor grado de autonomía pasará entonces por participar de la toma de decisiones global de la forma más activa posible. Solo así  logrará un pueblo su propia conservación.
Esta situación nos empuja al reconocimiento mutuo. Pero lejos de suponer esto otro llamado vacío a la paz mundial, necesita tomar como base al conflicto y la tensión. No es esperable que este tránsito al continentalismo y el universalismo sea un largo período paulatino y armonioso, sin traspiés, como pretendió el mito del progreso en el apogeo de la modernidad. Por el contrario, la universalización se nos muestra profundamente conflictiva porque la historia misma lo es; aunque esto no significa que no alcance en algún momento un nuevo equilibrio, y a ello debe apuntar. Pero para alcanzarlo, deberá luchar y perseguir su vocación -y así su propia preservación y la del resto- antes que la paz. Porque lo que está en juego aquí es la propia supervivencia de todos y cada uno de los pueblos, amenazada por el actual rumbo globalista. Y sin embargo, esta lucha por la supervivencia tampoco es una lucha agónica de todos contra todos, como imagina la modernidad liberal. Esta lucha es también, y fundamentalmente, una lucha por el poder mundial, por el sentido de la historia universal.  
Este llamado supone desbordar las viejas fronteras políticas en busca de confederaciones de mayor envergadura donde el poder común ofrezca resguardo y preservación de las distintas instancias que se ofrecen como miembros del todo. Instancias que desprendidas de este destino común, quedarían libradas a la rapiña de las multinacionales y el poder financiero. Como vemos hay algo de paradójico en ello. Los estados-nación son llamados a negarse a sí mismos en pos de la propia preservación de los pueblos que dicen representar. Esto es un hecho al margen de todo juicio de valor, desde el momento que como bien expresó Amelia Podetti (2007) “cualquier decisión que se tome en cualquier lugar del planeta afecta a la totalidad” (48). Si no perdemos de vista que Podetti era una filósofa que además de nacional era hegeliana, debemos entender que en la frase recién citada está supuesto que la humanidad es totalización siempre abierta. Esto significa que los pueblos luchan por hacerle lugar, entendiéndola como acontecimiento siempre retornante de la historia universal, o como el Espíritu en la historia (Hegel). Pero además supone que, a su vez, esto lo harán encarnando ellos mismos la humanidad para que hable a través suyo. No hay otra manera. Cada pueblo está pues interpelado por la historia a devenir universal concreto, representante de lo auténticamente humano, si es que está a la altura de abandonar la comodidad del fatalismo, la queja y el lamento. Cuando un pueblo responde al llamado de la historia, es decir, cuando asume su propia vocación humana, empieza a ser protagonista de la historia universal y no mero objeto de la misma, afectado y preocupado por sus vaivenes.
Cabe así afirmar que “en este proceso de universalización necesariamente se enfrentan y entrecruzan proyectos, líneas y tendencias distintas, asume formas y direcciones distintas” (Podetti, 2007: 48-49). Esto quiere decir que la historia está abierta o, mejor dicho, es esencialmente apertura para recibir el llamado del propio destino. Sólo por eso consiste en una tarea para los hombres, tal como Heidegger intuyó. Gracias a este carácter abierto y agonal son muchas las interpretaciones posibles. Lo cierto es que sin participar de esta guerra por las interpretaciones del proceso histórico resulta imposible poder tener un proyecto para nuestro futuro. Lo que es decir, que sin filosofía no hay una verdadera alternativa que ofrecer a lo establecido. Cabría hoy, a la luz de lo dicho, invertir la más famosa de las tesis de Marx sobre Feuerbach respecto de que interpretar no implica transformar el mundo. Consideramos aquí que es imposible transformar el presente sin una interpretación. Y puesto que siempre nos movemos en una, es mejor haberla trabajado y aclarado si queremos realmente vencer. Más aún, la interpretación por si sola ya es la mitad de la acción transformadora si es tomada como una tarea seria y profunda. El resto es energía y acero, que acompaña la actividad del Espíritu, como signo de poder, allí donde verdaderamente Él está. La labor hermeneútica multiplica la potencia de los cañones, pues hace uso de otras armas, más sutiles que convocan la materia alrededor suyo como una armadura. Por eso, la filosofía, la teoría no acontece al margen de la historia cuando es verdaderamente tal; es parte integrante y fundamental de la misma; es el labrado a veces tortuoso de su suelo, que permite descubrirlo abierto para recibir una fecundación de sentido por parte de los que están dispuestos a verter su sangre en ella. En esta transfiguración mística de lo virtualmente humano en avatar de la historia, en símbolo sagrado de entrañas terrenas y verbo sangrante, se da la única figuración posible del acontecer mismo del Ser.
Autointerpretación existencial
La autointerpretación del hombre es un elemento esencial de la situación. Frente al problema de la unidad del mundo -que es un problema de la historia universal- el más frío calculador tampoco puede contar sólo con los hechos desnudos, tomados en bruto. Tiene que interpretarlos y su interpretación es también un factor de la historia”. (Carl Schmitt, 2012: 78)
¿Por qué filosofía? Porque no se trata, en ningún caso, de dar cuenta de todos y cada uno de los hechos.  Porque tampoco se trata de ordenarlos y clasificarlos. Sólo el pensamiento filosófico se permite rebelarse contra ellos, trascenderlos en función de un sentido que haga a lo esencial de lo que está en juego. No se trata de un problema teórico. El sentido en juego, profundamente histórico, es un sentido para la vida. Es el sentido mismo de la existencia. La necesidad de comprender el presente, de comprender la historia en su devenir, hace a la forma en que nos resolvemos existencialmente. Sabemos con Heidegger que en toda interpretación -y ampliando podríamos decir, en toda concepción del mundo- comprendemos ya de algún modo nuestra propia existencia. La forma en que vemos, interpretamos el mundo tiene radicalmente que ver con el modo en que lo habitamos y con el modo en que nos proyectamos en él. Renunciar a la comprensión en este sentido es sólo otra forma de insertarse en el proceso, pero como objeto; porque la historia no es algo suspendido por encima del existente, con un rumbo fijo de antemano. La historia está fundada en la apertura misma de la existencia temporal y finita del hombre a su propia trascendencia, en la que su singularidad se sacrifica mediante una decisión intransferible. Por acción o por omisión vivimos un proyecto que comprende a los demás, es decir, somos, querámoslo o no, seres históricos. Pero solo cuando pensamos y hacemos realmente la época, somos en la misma medida lo universal concreto, somos lo verdaderamente humano. Aquí muere la escisión liberal entre vida privada y vida pública, cuando entra en escena el hombre total. Pero también la escisión cotidiana y socialmente determinada del tiempo en pasado, presente y futuro. Por ello mismo los gestos históricos auténticos no pierden significación con el paso del tiempo en su Verdad, porque el tiempo solo “pasa” para el que aún no se hizo uno con él. Por el contrario, los verdaderos gestos radicales y absolutos atañen a lo esencial, a la vida, no del individuo sino del Espíritu y por eso son tan universales como concretos, son el tiempo del tiempo.
Cada forma de existencia que haga anclaje en una decisión esencial por asumir su vocación histórica como pueblo implica una forma determinada de comprender el tiempo histórico y de darse un ordenamiento espacial. En ese sentido, consideramos que no existe un espacio y un tiempo absolutos, como creía Newton, donde se vengan a asentar circunstancialmente estas o aquellas cosas. El tiempo y el espacio son modalidades de lo humano que acontecen siempre encarnadas por la voluntad de un pueblo determinado. Pero lo más decisivo aquí es que sólo en el terreno de una lógica formal y abstracta puedan separarse lo universal de lo singular. En cada caso ya está en juego dentro de nosotros mismos la universalidad específica, el ser mismo de la humanidad como deber ser, como vocación, como llamado. Esto es importante porque el relativismo cultural es impotente -en el mundo actual- frente al problema de la universalización, y tampoco una real Politik que pegue sus narices a los hechos puede extraer de la coyuntura más que términos más favorables en la vil negociación económico-política. Cada pueblo es una vía de acceso a la universalidad y por ende el verdadero humanismo no es sino la realización de cada pueblo y de cada hombre en su propia esencia. Esencia que nunca está dada como un objeto anclado en un pasado remoto, sino como compromiso de responder al llamado singularísimo del corazón oculto de la historia: la eternidad.
La potencia, la humanidad del hombre es su ser posible mismo. En lo esencial de sus posibilidades, en el modo como se da a sí mismo su humanidad, cada proyecto histórico es universalizable. Sobre esa base tenemos una de las interpretaciones posibles del proceso de la historia universal: como el desenvolvimiento históricamente situado de las potencias mismas del hombre, que movido libremente por la trascendencia, está llamado a recuperar para sí su existencia íntegra de las urgencias y mezquindades de lo inauténtico. Este es el proyecto de un humanismo existencial de la libertad que retomamos de Carlos Astrada (1952), quien supo sacar las debidas consecuencias revolucionarias de la filosofía existencial alemana y llamar a hacer La revolución existencialista. La pregunta por nuestra misión en la encrucijada histórica mundial es, por lo dicho anteriormente, tarea primera del pensamiento que es acción. Porque la verdad de esta interpretación no será verdadera por la coherencia lógica de sus enunciados, ni por la manera en que refleja hechos empíricos, sino por la autenticidad y la plena conciencia con que conquiste para sí su lugar en la historia. Y en ello la acción no es un momento posterior, porque la Idea no es ya mero concepto sino fuerza y aliento huracanado del Espíritu.
Comprender al enemigo geo-político-existencial
En su texto La unidad del mundo Schmitt (1951) expresa la visión que la revolución-conservadora se hace de la unipolaridad, del proceso que hoy llamamos globalización. Los hermanos Jünger, junto a Schmitt y al mismo Heidegger veían a Occidente signado por el destino planetario de la técnica, por la centralización y unificación del poder en un mecanismo impersonal y totalitario. Fuera de la logística tecnificada del comercio internacional, las distintas trabas burocráticas presentadas por los Estados parecen rémoras del pasado. Toda intención de señalar otro horizonte a la acumulación capitalista parece imposible por la naturaleza totalitaria del orden global unipolar.
Desde la perspectiva de los pueblos la técnica se presenta como imperativo de modernización, de desarrollo tecnológico e industrial, a los efectos de garantizar competitividad para la producción y el trabajo nativo. Por dentro, la técnica opera horadando formas de vida y producción tradicionales promoviendo un tipo de vida orientada a la maximización del rendimiento individual en términos de producción y goce. Cierta disputa superficial entre la URSS y los EEUU por ver quien daba, en algún momento, más comodidades al pueblo responde a este mismo signo; al destino planetario de la técnica que se corresponde a nivel social con la forma de vida de las masas urbanas occidentalizadas, que encuentran en el avance tecnológico una religión de repuesto. Hombre-masa y complejo técnico global, son fenómenos que se corresponden. Aquí vemos en un ejemplo como una problemática filosófico-histórica de alcance geopolítico conlleva un paradigma existencial propio, que le va de suyo.
Los autores conservadores alemanes anticiparon con esta caracterización la naturalización del liberalismo, que pasó de teoría y causa política a sentido común sin más. Se confunde así con la vida cotidiana misma de los habitantes de las grandes urbes. Estos no podrían vivir ni reproducirse sin las innumerables necesidades ficticias que presuntamente hacen más tolerable la vida. Con convicción de fe creen que ayudan a alguien si propician su desarrollo. “Nadie renunciaría al avance tecnológico por una cuestión ideológica” se dice a sí mismo el liberal contemporáneo. Considera por tanto que su modo de vida es el único concebible como deseable. Schmitt advirtió todo esto pocos años después de la segunda guerra mundial (aunque mucho ya viene esbozado por lo menos desde Catolicismo romano y forma política). El enemigo geopolítico coincide allí con el enemigo político y con el enemigo existencial. Por esa razón conceptualizó en aquel momento el tránsito hacia un mundo multipolar y la posibilidad de un nuevo equilibrio global como momento bisagra, previo a la unidad del mundo que no consideraba ya decidida de antemano (recordemos que todavía la lucha ideológica entre Occidente y la Unión soviética tampoco estaba saldada).
La actualización de este paradigma integral expresado en la revolución-conservadora alemana llega en el siglo XXI de la mano del filósofo vivo más importante de la hora: Alexandr Dugin. En él se hace carne la teorización de Carl Schmitt respecto del cuarto nomos de la tierra en una Teoría del Mundo Multipolar. Su militancia activa tan intelectual como político-estratégica en pos de plasmar su visión cumple un rol efectivo con la política exterior rusa. Y ésta política exterior viene cumpliendo un rol esencial en el reparto del poder global, con saldo favorable para los pueblos del mundo, como reseñaremos más adelante. Asimismo expresa una apropiación original de la política existencial, tamizada por su recepción rusa del tradicionalismo integral de Evola y Guenón. Es decir, la corriente filosófica-política existencialista de inspiración heideggeriana (y en buena medida también hegeliana), de importante presencia en Argentina, ha recibido por parte de Dugin un aporte fundamental con la Cuarta Teoría Política. Propugna allí desmarcarse de las alternativas totalitarias al liberalismo -comunismo y fascismo- superadas ambas por la historia y por tanto completamente ineficaces y condenables. Pero al mismo tiempo llama a concentrar todas las fuerzas y las ideas en dar luz a una nueva teoría política que se oponga al liberalismo actualmente materializado en la vida cotidiana de los individuos occidentalizados del orbe entero. En este sentido, la lucha contra las tres teorías políticas clásicas de la modernidad implica una deconstrucción de sus respectivos círculos hermeneúticos. Una vez rechazadas  en tanto conjuntos cada una de ellas, sus distintos componentes pueden cobrar una nueva significación a la luz de la naciente Cuarta Teoría Política. Así es que concibe que esta teoría política está tan abierta como la historia, para recibir por parte de los distintos pueblos su contenido específico, lejos de cualquier imposición unilateral de conceptos abstractamente universales. A ello apuntamos aquí. Ajeno a cualquier dogmatismo el filósofo conservador es el más original y creativo de los últimos tiempos. Con este barajar y dar de nuevo Dugin abre un marco epistémico de alcance revolucionario y traza cual símbolo arcano la runa de la nueva aurora a la que estamos conminados a saludar. Sin miedo a equivocarnos podemos decir que tenemos en Dugin y en Putin al Aristóteles y el Alejandro de la nueva hora humana y en la causa euroasiática a la causa del mundo entero.
Si algo podemos aportar aquí, desde el espíritu historicista y universalista de la filosofía nuestroamericana al nuevo ecumenismo -de signo positivo- que inaugura el pensador ruso, es a reconsiderar el sentido de lo universal. Y hacerlo por fuera de su contraposición con lo particular y propio de cada pueblo, que es como lo entiende el falso internacionalismo occidentalista que no es más que un proyecto colonialista bien concreto. Si Europa ha sido la aurora de la universalidad y la ciencia podemos decir que la única distancia entre América y Europa, es la misma que entre Rusia y Europa: el océano atlantista. Pero la Europa auténtica no es más que ruinas griegas, romanas y germanas según el caso. Ruinas donde el Espíritu clama por reintegrarse en la diferencia de dos nuevas civilizaciones llamadas a recoger la antorcha de la universalización: Eurasia e Iberoamerica son los nuevos grandes espacios llamados a dar resguardo y relevo a las conquistas culturales del mundo indoeuropeo. Cada repetición del legado griego es así una nueva diferencia, la segunda es Roma, el mundo latino; la tercera es Germania, el mundo faústico. Por último, la cuarta, coincidente con el Cuarto Nomos de la Tierra es la eslava, eco lejano de Bizancio; y queda por ver si estamos a la altura de que este cuarto momento sea también Iberoamericano. Sólo apropiándose de estas raíces espirituales comunes podrán estos dos grandes espacios configurar una verdadera alternativa a la hegemonía globalista del neoliberalismo, recuperando en el orden simbólico lo europeo como centro extático y fundamento común. En suma, se trata esto de una forma de preservar la identidad en la diferencia y la diferencia en la identidad y asimismo de responder a la pregunta rectora de la filosofía política nietzscheana: ¿quien será el dominador del mundo? Con un ciego y entusiasmado; con una respuesta de acero desde el Sur y desde el Este, desde las entrañas más profundas de los dos grandes espacios telúricos, seremos capaces de reconducir el extravío occidental a su fuente esencial en un nuevo inicio, en una nueva vuelta de la rueda cósmica, en un Año nuevo sagrado.

II
Rusia como acontecimiento de la Historia Universal

El fenómeno ruso

El siglo veintiuno asiste en su segunda década a una creciente consolidación de la multipolaridad en las relaciones internacionales. Dentro del nuevo panorama del reparto de poder global, el rol protagónico en el nuevo balance lo ha tenido Rusia con su rol activo en el teatro de operaciones bélico de Medio Oriente. Dejó así atrás la pasividad con que en un primer momento asistió a la presunta “guerra contra el terror” de los EEUU en sus distintas etapas (Afganistán, Irak, Libia). Además, en torno al golpe de Estado pro-occidental ocurrido en Ucrania en 2014, curiosa entente de servicios de inteligencia europeos, liberales y neonazis, la posición rígida y activa en torno a la recuperación de Crimea propulsó el liderazgo de Putin entre los rusos más allá de las fronteras. Es que las fronteras políticas formales de un Estado autónomo rara vez responden a las verdaderas fronteras geopolíticas, que llegan tan lejos como llegue la unidad del pueblo en torno a su tradición y la consciencia estratégica de sus dirigentes. En ese sentido los países con una política exterior firme son aquellos que reafirman cada uno de estos elementos de manera repetida en un ejercicio permanente. Tal como pensaba Aristóteles el carácter es fruto del ejercicio efectivo de virtudes o vicios. Rusia en este sentido ha llegado a ser lo que es por la tenacidad con que asió su propio destino, del que son manifestación exterior sus signos de poder. A la base de los mismos no hay otra cosa sino la fortaleza y la voluntad de su pueblo. Gracias a la iteración de su esencia, que se persigue a sí misma a través de los esfuerzos creadores de sus poetas, sus filósofos, sus místicos, sus deportistas y sus técnicos, Rusia no solo ha recuperado su influencia sobre todo el viejo espacio de influencia soviético sino que incluso se proyecta como un fantasma detrás de todas las grandes crisis políticas occidentales. Un síntoma. La acusación de recibir financiamiento o apoyo logístico de hackers rusos recae sobre todas las fuerzas populistas de izquierda o derecha que hayan o puedan haber amenazando el establishment político. Que en Estados Unidos se haya acusado a Putin de haber falseado los resultados de una elección da cuenta de que el tigre de la modernidad está herido y cansado. En Occidente se agita entonces, en vano, el regreso de la guerra fría y de las apetencias imperialistas rusas. Tanto por derecha como por izquierda, civilizados de todos los colores sienten el acecho de una nueva invasión barbárica, que cierra su puño sobre los derechos civiles y la tolerancia del individuo. Pero esto no es más que la siempre renovada propaganda liberal. Pese a ella, en pocos años para lo que respecta a los grandes procesos históricos Rusia ha recuperado el halo de poder, misterio y sospecha que invoca su nombre en el resto del mundo. Es el anuncio de que la revolución rusa, 100 años después, no sólo venía de lejos sino que recién comienza.

El renacimiento del mito

Rusia es algo más que una categoría geográfica o nacional; es el gran mito que ha fecundado el alma de los pueblos y la conciencia de cada hombre” (Carlos Astrada, 1921)

Así saludaba nuestro filósofo nacional la alborada de la revolución rusa en sus años mozos, condenando el materialismo inglés de quienes viajaban a Rusia, como Bertrand Russel y H.G. Wells, a comprobar cual observadores imparciales si el mito se correspondía con la realidad, si en Rusia reinaba el bienestar, si la revuelta había arrojado beneficios para los hombres. Pero para Astrada, “Rusia no es bienestar, sino tragedia y lucha heroica”, es la aventura de un ideal que marca una discontinuidad en la historia y, por tanto, “no se aviene con el putrefacto dogma del evolucionismo” ni con las aspiraciones hedonistas. Con asombro asisten pues las almas bellas del socialismo europeo al hecho de que no existía ni rastro del “sufragio universal, el parlamento” y toda la parafernalia institucional de “la superstición democrática”; en su lugar, dice Astrada, se encontraron con que impera “férrea y eficaz la dictadura de Lenin, del reformador inspirado, del místico del Kremlin” (Idem).

El filósofo argentino no parecía preocupado, en suma, por ninguno de los indicadores progresistas con los que la civilización occidental moderna evaluá la realidad para juzgar conveniente o inconveniente la asunción de un ideal, de una verdad. Carlos Astrada no temblaba ante el presunto ateísmo rojo ni ante la amenaza de la propiedad privada; ni siquiera se detuvo en la fachada exterior de la ideología que profesaba el nuevo Estado soviético, el marxismo ni se preguntó por la adecuación de sus instituciones ni por la justicia de sus primeros actos de gobierno. Carlos Astrada vio como nadie el mito ruso en acción, fecundando la misión histórica de una humanidad nueva y le dio la bienvenida saturado de ímpetu báquico y ensoñaciones apolíneas. En él se expresó entonces, además, el humanismo historicista tan propio de Hispanoamérica, heredero de Herder, Hegel y Vico; cuya oculta esencia permanece todavía sustraída a ojos profanos e iluministas, a la espera de un nuevo brote que se nutra de su savia.

En el cierre de su canto encontramos una claridad apabullante, ajena al tono medido y pacato que caracteriza las opiniones civilizadas de la filosofía profesional. Poseído de un extravagante fervor esotérico pone el grito en el cielo con estas palabras:

Rusia no es aquello que quieren que sea los creyentes en esa civilización material que entra por los ojos. Rusia, por el contrario, es un mito creador de Historia; es el mito que ha fecundado la conciencia del mundo, esa conciencia que yacía sepultada bajo los escombros de valores inhumanos. Desde ella nos llega como una resonancia de leyenda la voz de sus profetas máximos: Dostoievsky, Tolstoi, Gorki, Lenin, Lunatcharsky —voz que dice el evangelio eterno del Hombre.

El mito ha surgido y desde la estepa llega reconfortante un aura humanista que rejuvenece la vieja vida.

¿La doble cara de la revolución rusa? ¿O la máscara que exterioriza la diferencia?

El entusiasmo de Carlos Astrada no se detuvo ante nada, porque sabe que la pasión es la que mueve la historia y sacude las cristalizaciones quedas que asfixian la libertad creadora de los pueblos. Lo mismo opinaba el eurasista Lev Gumilev. Pero hasta donde sabemos los primeros eurasistas veían en buena medida al fenómeno desde fuera y no interpelaban su pasión con la pasión. No encarnaban la dimensión del mito viviente, de lo sagrado, aunque bien pudieran ser representantes fieles de una tradición. Por esa razón veían en lugar de solamente el mito en la tierra, un fenómeno doble y ambiguo que les generaba tanta simpatía como rechazo. Emigrados de su tierra, recibían los envíos telúricos de ésta que con la fuerza del símbolo los perseguía y los ataba al destino de su pueblo. Pero Astrada no hizo un análisis ni una descripción, repitió, en cambio, el carácter religioso del bolchevismo que Lev Karsavin reconocía como una locura característica del pueblo ruso. Se dejó llevar por él, convencido como decía Sócrates en el Fedro de que “los más grandes entre los bienes nos llegan por intermedio de la locura, que se concede por un don divino”. Según Berdiáev (1997), otro eurasista, "en la cultura rusa siempre dominó, y todavía permanece, el elemento dionisiaco y extático. Cuando la revolución rusa se hallaba en su apogeo tuve ocasión de decirle a un polaco: ‘Dionisos ha pasado por la tierra rusa’” (220). Por eso, en la pasión, el argentino parece haber ido más lejos que los nacional-bolcheviques alemanes o rusos y que los eurasistas mismos, todavía demasiado cuerdos. Razón por la cual podemos reconocer en él al nacional-bolchevique más auténtico de todos, pues en el desborde de su pathos ya se pierden hasta los rastros del elemento nacional y del elemento bolchevique en una marea de un elemento difícil de reconocer bajo los parámetros de la filosofía política moderna. La naturaleza ama ocultarse. En este canto de Astrada se cifra un enigma no revelado que aunque no se muestre señala su proveniencia trascendente. Por eso todavía asistimos absortos a su entusiasmo, que está lejos de ser mera retórica, y el que para develarse demanda una imitatio de igual porte sacro. ¿Habrá Astrada ido más lejos que los propios rusos en su repetición del acontecimiento sagrado de la revolución o es solo nuestra locura la que nos empuja a decirlo? En la repetición ritual del mito ruso, la palabra poética del cordobés invita a los hombres a dejarse arrastrar por el maremoto de la “inquietud creadora”, inquietud del Espíritu, que años después dirá permitió a los rusos “decantar en sus propios vasos las esencias clásicas e imponerles el sello y estilo de una cultura original” (Astrada 1945, 152)

Una vez capturada por la palabra, la dimensión mítica del acontecimiento creador, éste muestra que su unidad se sustrae al hombre profano, al cual no queda más que divinizarse él mismo repitiéndolo y en ese sentido, difiriendo infinitamente del original primero. Pero los tiempos del Espíritu no suelen ser los de los hombres, que prontamente se pierden en el análisis de la concreción objetiva del acontecimiento. En esta tarea, sin embargo, no deja de ser útil encontrar que el conocimiento filosófico-histórico serio arroja luz sobre importantes aspectos de la irrupción histórica del mito. Este muestra a su base una tensión fundamental y constitutiva. Detrás de los iniciados, arrebatados de ímpetu inhumano, vienen pues los pensadores de alcance ecuménico -contagiados por el Espíritu mismo- a intentar sacar a los hombres de la caverna donde todas las cosas parecen exteriores unas de otras. Tal fue la labor de Oswald Spengler, el autor de La decadencia de Occidente, cuando en 1922 ofreció una conferencia ante un grupo de empresarios industriales alemanes titulado Las dos caras de Rusia. Contra lo que podía esperarse, este representante de los círculos de los jóvenes conservadores y amigo de la burguesía alemana manifestó que el fenómeno de la revolución rusa albergó en su seno dos elementos contrapuestos, en guerra tanto como en unidad. “Uno de estos fue el antiguo impulso instintivo, difuso inconsciente y subliminal que está presente en el alma de cada ruso, independientemente de cuan occidentalizada pueda estar su vida consciente”; superpuesto a él se daba la orientación oficial de la política exterior rusa, prolongación de las pretensiones fundacionales de Pedro el Grande de estar a la altura de las grandes potencias europeas en términos de poder y de imagen, disputando el sentido de las ideas foraneas. Este aspecto exterior da cuenta de una admiración tanto como una animadversión y una competencia con Europa, a los efectos de constituirse Rusia también como un Estado moderno más en igualdad de derechos con los demás e incluso a la delantera. 

Vemos así que Spengler advirtió no solo el alma rusa sino también su impulso y propulsión histórica de gran estilo, que en un primer momento se quiso reflejada en Europa, partiendo de una imitación vulgar hasta llegar a la propuesta del socialismo en un solo país y el llamado a la gran guerra patria con que la diferencia comenzó a exteriorizarse al margen de la pretensión de seguir todas las reglas del juego civilizado europeo. Esto es lo que Dugin llamó modernización sin occidentalización o modernización defensiva y que sería la fórmula adecuada para interpretar las formas institucionales e ideológicas con que Rusia, para realizarse, intentó imitar en principio el destino de Europa. En ellas, a medida que se concretaban afloraba una pobreza constitutiva que las alejaba de la repetición anhelada de lo europeo. Fue justamente en esa pobreza de su repetición que Rusia se descubrió a sí misma. La modernización rusa no acontece sino como defecto y diferencia en relación a los parámetros occidentales. El fantasma de la barbarie que lo moderno llama a exorcizar, retorna siempre en cada intento de sacárselo de encima. Cuando Rusia intentó concentrarse en eso otro que retorna en todo proyecto desarrollista moderno en que se embarca, encontró en sí misma una fortaleza interior indestructible. Como dice Heidegger en algún lado, con clara inspiración hegeliana: al comienzo, el espíritu no está en casa, no está en la fuente. Tal es así que Rusia cobró autoconciencia cabal de la mano de un grupo de emigrados.

El Eurasismo como autoconciencia del pueblo ruso

Los primeros eurasistas rusos tuvieron una lectura similar a la de Spengler. En ellos, por otra parte, la Idea rusa alcanzó por primera vez su propia autoconciencia. En el exilio, abrumados por la nostalgia del origen y las luces agobiantes de las urbes europeas, estos pensadores e intelectuales tramaron la conciencia del pueblo eslavo para siempre. Desbordaron así el mero rechazo instintivo al mundo y formas de vida occidentales que sostenían los eslavófilos del siglo XIX y le dieron palabra a la propia especificidad que lo caracteriza. La dimensión de la tarea que estos hombres hicieron por su pueblo llega hasta nuestros días y entronca con el sentido mismo del fenómeno ruso tal como nos lo encontramos hoy. Según el testimonio de Aleksandr Dugin (2014) los eurasistas “sentaron las bases” de la filosofía política rusa (31).

La pregunta fundamental que los guió fue la misma con la que se abren los Cuadernos Negros de Heidegger: ¿quienes somos nosotros? En el titánico intento de responder por el pueblo ruso ellos identificaron pues: a) en primer lugar, un origen étnico múltiple de fuerte impronta asiática: túrquicos, eslávicos, mongoloides; b) en segundo lugar, una fuerte unidad y continuidad del territorio euroasiático en su totalidad, a un lado y a otro de los Urales, con extático corazón de estepa; c) en tercer lugar, la rehabilitación de Gengis Khan visto como encarnación de un principio dinámico, móvil, aristocrático y nómada contrapuesto al servilismo sedentario como forma política propia de esa tierra; es decir, encarnando el secreto de la estepa. Quien domina la estepa, domina el espacio euroasiático y quien domina este espacio, domina el mundo; d) en cuarto lugar, el principio espiritual del pueblo ruso fue identificado al sur, en Bizancio, con el credo ortodoxo que se sabe heredero de Roma en vía directa. Este credo se opone con un gesto de soberanía nacional y espíritu ecuménico al internacionalismo latino y burocrático de las iglesias cristianas occidentales.

De todo ello los eurasistas sacaron la conclusión de que Rusia no es un país, ni siquiera un Estado, sino fundamentalmente un tipo histórico-cultural peculiar, una civilización que responde a una lógica distinta de la que sigue la Europa occidental moderna y que se sintetiza en la fórmula que Dostoievsky pone en boca de uno de los personajes de El idiota: “quien ha renunciado a su tierra también ha renunciado a su Dios” (Dugin 2014, p. 34).

El comunismo del espíritu: la luz de Hagia Sophia

aquello que hoy, con visión estrecha y un pensamiento acotado, se considera como ‘político’ y hasta groseramente político -lo que llaman comunismo ruso-, proviene de un mundo espiritual del no sabemos casi nada (…) el propio materialismo grosero, la simple fachada del comunismo, no es nada ‘material’ sino una cosa ‘espiritual’, y un mundo espiritual del que no se puede tener la experiencia ni decidir sobre su verdad o su no-verdad, como no sea en el espíritu y a partir del espíritu (Heidegger 2006, 97-99)

Con Rusia reintegrada en sí misma, consciente de su especificidad, debemos pues remontar el problema filosófico-histórico de su identidad a una nueva contraposición con Europa. Y así aconteció en el contexto de la segunda guerra mundial, cuando Stalin encarnó la Idea rusa con la brutalidad de todo poder histórico, quitándose de encima los elementos internacionalistas y cosmopolitas del trotskismo, que nacieron impotentes y así continúan todavía, gravitando alrededor de la partitura democrática cual castrati sin vocación sinfónica. Pero el famoso picahielo fue la menos cruenta de estas exteriorizaciones violentas del alma rusa. Quizá en su vocación de cortar por lo sano, el nuevo Zar, inspirado por el fervor místico de la ganada autoconciencia rusa, cortó mucho más de lo necesario. No caben dudas de que su exceso redundó en beneficio del pueblo ruso al enfrentar nada más ni nada menos que a las SS de Hitler, no menos inspirada por visiones terribles de una Idea de autoafirmación y dominio. Las purgas estalinistas no son nada al lado de la desolación y la destrucción que sembraron las hordas soviéticas cuando violaron la integridad de Europa hasta su centro, desatando un verdadero infierno en la tierra. ¿Como vencer el reguero de muerte que sembraban los Einsatzgruppen si no es con una muerte mayor? La guerra es terrible y el sufrimiento, incalculable. Pero ambos son la esencia misma del devenir histórico tal como lo veía Walter Benjamin, el Ángel de la destrucción.

Ante tamaño espectáculo, imposible de volver a representar, sorprende la meditación heideggeriana, tan alejada de la denuncia moral y del resentimiento nacionalista que todavía impide a muchos vecinos de Rusia abrirse a la comprensión. Bajo el título de La pobreza, Heidegger ofició bien entrado el año 1945 un breve sermón en un castillo alemán donde funcionaba por ese entonces la Universidad. Mientras tanto el Este alemán que Spengler había querido resguardar mediante un entendimiento con Rusia, había caído bajo las botas nevadas de sus soldados, provocados por la estupidez de la Operación Barbarroja. Heidegger leyó en tal ocasión una homilía de su peculiar credo poético, donde saludaba los eventos acaecidos como envíos del Espíritu mismo, que enhebraba sin sutilezas pero con el mayor de los estilos -el trágico- los destinos de ambos pueblos. Aquello que volvía sobre Alemania no era otra cosa que el fervor visionario de sus místicos, la luz de Hagia Sophia que en Alemania había alumbrado en las manos del zapatero Jakob Böhme y al que Rusia había sido especialmente receptiva. Por intermedio de estas mediaciones los viejos vientos griegos todavía sobrevolaban la dura visita rusa a los bosques. La huella sangrienta del paso estepario vendría a devolver así, en 1945, como su fruto más preciado, el misterio de la pobreza esencial, la doctrina sagrada del comunismo del espíritu que había esgrimido la letra sagrada de Hölderlin:

el ser-pobre, en tanto no-caracer-de-nada, salvo de lo no-necesario, es en sí también ya el ser-rico (...) La pobreza es el tono fundamental de la esencia aún acallada de los pueblos occidentales y de su destino (…) En el ser-pobre el comunismo no es ni evitado ni soslayado, sino superado en su esencia. Solamente así somos capaces de ponerle fin verdaderamente” (Heidegger 2006, 115-117)

Este era el secreto que permitía para Heidegger superar el comunismo realmente existente, que penetró en la mitad de Europa en forma traumática. Aunque no menos suave fue para los mismos rusos. Pero lo que el gesto de Heidegger habilita a nuestro entender es la recepción dialógica de la historia, de pueblo a pueblo. Porque el destino de Occidente y de la técnica, como Heidegger pensaba, ya no era solo un problema para la identidad de los rusos, ni tampoco únicamente para la de los alemanes. Occidente en su inicio por retomar viene a ser para Heidegger el anuncio de la hora de los pueblos (lit. Jahre des Völkers, años de los pueblos) que habrían de -replegándose sobre su propia esencia- descubrir en su interior el diálogo con que el Espíritu mismo teje su destino con los demás. Solo partiendo desde ese espacio hermeneútico habilitado por la voz de místicos y poetas podría superarse alguna vez la esencia de la técnica. Hoy, que el neoliberalismo condena a la miseria y al hambre a millones de seres y amenaza siempre con nuevos ajustes, la palabra de Heidegger tiene más vigencia que nunca. En lugar de reclamarle al enemigo que no nos hace ricos, o que nos hace pobres, debiéramos señalar que nos oculta la esencia de la verdadera riqueza que es justamente la de poder prescindir de todo lo superfluo. El liberalismo gana la batalla decisiva, la existencial, allí donde creemos que de la pobreza hay que huir como si de una peste se tratara y que el nivel de vida que ostentan las grandes urbes occidentales es la forma de vida más deseable de todas. Si bien el gran relato del progreso histórico ha desaparecido, el neoliberalismo hace pie en un microrelato donde la lógica del desarrollo y el progreso se impone como el sentido mismo con que el individuo se valoriza en la medida en que crece el goce que haga de las mercancías. En suma, debe estar completamente alienado en la realidad consensual del das Man y su mandato: “tenés que pasarla bien”. O, según predica una octogenaria conductora televisiva argentina, que no esconde su liberalismo recalcitrante aparentarlo (“como te ven te tratan”). Así habla el enemigo, su lenguaje interior es el de la heteronomía y la inautenticidad.

La profecía trágica de Carlos Astrada

"Yo prometo una edad trágica: el arte supremo de decir sí, la tragedia, renacerá cuando la Humanidad tenga a sus espaldas, sin sufrir por ello, la conciencia de la guerra más dura, pero necesaria..." (Nietzsche, citado en Astrada 1945, 145)

En el mismo año que Heidegger, decidida la segunda guerra mundial, Carlos Astrada publicaba su biografía intelectual Nietzsche, profeta de una edad trágica. Hacia el final de la misma, en un original ejercicio de dotes filosóficas actualiza las reflexiones políticas de Nietzsche sobre el potencial instintivo y político eslavo para rejuvenecer una Europa vieja y chillona, fragmentada en múltiples Estados impotentes. La destrucción y conquista de la mitad de Europa no es, para Astrada, sino el primer anuncio de la verdadera revolución rusa. Con ella se habrían de volcar la religión, el instinto y la energía de aquel pueblo joven al mundo occidental para otorgarle nuevo aliento. Es que en su voluntad de potencia descansaría la llave creadora de toda gran forma institucional, el impulso hacia la lejanía y el gusto por la jerarquía y la obediencia, que sentidas como destino íntimo, para nuestro filósofo están lejos de aprisionar a los hombres. Por el contrario, constituyen su verdadera liberación de la mediocridad del mundo cotidiano y rapaz de la masa, agolpada como siempre lo está en sus almacenes. En el corazón del nuevo tipo humano promovido por esta nueva aleación histórica anida, por lo tanto, un profundo mutismo ascético que lo preserva de las vidrieras interminables de lo innecesario; el silencio con que responde a la invitación a convidar en el gallinero estúpido que lo acosa; el gesto seco y acerado del desprecio que siente por esa nauseabunda “clase de felicidad con que sueñan los mercaderes, los cristianos, las vacas, los ingleses y otros demócratas" (155); odio profundo que no se petrificará en su carácter belicoso, porque no será presa del personaje autoritario que tanto fascina a aquellos que se quieren ajenos a la dureza, policías de la paz. Porque como enseña Nietzsche hasta el más duro de los guerreros ama la danza y las pasiones ardientes, ama a la vida, que es mujer y a la mujer, que es vida. También eso trae consigo la barbarie eslava, la honradez de un cuerpo que no se cultiva para ser vidriera de mercancías, como adorno, sino por naturaleza, por amor al peligro trágico que se sigue todo vigor biológico: "se sentirán, se sienten ya, un tanto apagados por el redoble de los tambores, los pasos danzarines de Dionysos redivivo, que al pronto se presenta bajo el disfraz igualitario, pero que, conforme a su verdadera esencia, será prepotente y sensual” (152). Como un hombre dotado del misterio y la belleza femenina, pero con la fuerza y la fecundidad del Dios está llamada Rusia a convertir a Europa en un cabo de su potencia imperial, cual Grecia a los ojos de Roma. En su arrebato de irresistible frenesí sexual y místico, en una orgía sagrada y transformadora “el sátiro estepario, que vivió al acecho de su ardiente mediodía y está sobresaturado de energías cósmicas y telúricas, se arrojará sobre su codiciada presa para fecundarla, para iniciar una nueva promoción de la vida, del espíritu encarnado, vitalizado e impelido por la fuerza expansiva del instinto” (152). Y Dioniso habrá pasado otra vez.

III
Panorama ontológico de la humanidad telúrica

El numen del paisaje: potencia y destino

"La religión de la tierra es también muy intensa en el pueblo ruso, es algo que se oculta en las profundidades del alma rusa. La Tierra es vista como la última intercesora, y su categoría más importante es la maternidad” (Berdiáev)

Si prestamos atención a cuanto hemos aludido, vemos que la gravitación telúrica del suelo es determinante para el alma del pueblo ruso. El origen étnico es diverso, sin embargo el modo de vida de los distintos pueblos esteparios es un diálogo en que la estepa, único interlocutor permanente del gran espacio Euroasiático, es quien toma las riendas. Por ello, el único centro del desplazamiento nomádico es la estepa, no como terruño delimitado del hogar (genius loci; домовoй; Heimat) sino como llanura infinita que se funde en el horizonte con el cielo y que como recuerda Astrada, al decir de Rilke, “limita con Dios” (Astrada 1945, 152). Esto es así porque la llanura es plana solo si se la considera en abstracto. Si se la ve desde la perspectiva situada del hombre, la tierra y el cielo se anudan en el horizonte, como los dos lados de una misma flecha.

No otro es el aspecto ontológico de la pampa, tal cual Astrada lo expone en El mito gaucho. Sobre su suelo el hombre es doblemente excéntrico, pues su existencia se pierde, melancólica, en la lejanía. En esta dificultad para reintegrarse y hallar su centro, el hombre vaga expuesto a la inquisición de los elementos de la naturaleza, que imprimen en su ánimo el carácter trágico que cantarán sus canciones. Como acabamos de decir, aquí el plano horizontal es tan infinito que se confunde con la verticalidad de la trascendencia, razón que, afirma Astrada, hace de la pampa la estructura ontológica del hombre argentino. Su realidad es la pampa. Ella configura su temple anímico. Frente a ella toda concreción, toda esencia, toda categoría parece inesencial, y el hombre no parece preocupado por crearlas, a no ser que estas broten naturalmente de su canto, que es el canto de la pampa misma. Canto fundador que no apunta a establecer una metafísica sino a decir un sí trágico -a veces fatalista- a su circunstancia. Resulta asombroso notar la similitud de este aporte de Carlos Astrada con el eurasismo ruso. Compárese con estas palabras de Berdiáev: "hay una correspondencia entre lo inmenso, lo infinito, lo ilimitado de la tierra y del alma rusas, entre la geografía física y la espiritual. El alma rusa posee la misma inmensidad, la misma ausencia de límites, la misma aspiración al infinito que la llanura rusa. Como consecuencia de ello, el pueblo ruso tuvo dificultades para dominar ese vasto espacio y organizarlo".

Sin duda asistimos en esta toma de conciencia al destino de la humanidad telúrica, que se sacude una modernidad que respecto de su existencia no es más que una superestructura artificial. Ambas están llamadas a acoger en sí mismas la humanitas. Como resalta Carlos Astrada, ambas culturas han superado el celo con que los pueblos europeos se preservaban del otro. La realidad de la pampa y la estepa es tan fuerte que nadie puede ocuparla sin ser asaltado y ocupado por ella. En esta capacidad telúrica de absorción y asimilación "está quizás la raíz de la aptitud del argentino para comprender otras culturas, para penetrar en otras formas de vida. Nadie más apto y dispuesto para transmigrar comprensivamente a través de culturas extrañas, de otros destinos anímicos, que el argentino, y también el ruso, almas esteparias en eterno peregrinaje allende los últimos lindes de la propia alma; pero donde quiera que ellos vayan los sigue, como fantasmas subyacentes a su ser, la pampa, al uno, y la estepa, al otro" (Astrada 1948, 16).

Esto fue conceptualizado entre los primeros eurasistas por Gumilev y Savitsky, quienes señalaban como un factor decisivo para la etnogénesis el sustrato telúrico, acuñando el concepto de lugar como despliegue (месторазвитие) que sostiene que “el lugar lleva en sí mismo la esencia de lo que se desarrolló, de lo que se desarrolla allí o se va a desarrollar en el futuro” (Dugin 2014, 40). Idea de hondas reverberancias en la primera camada de la geopolítica alemana, que consideró el espacio como destino para un pueblo histórico. Ambos aspectos resuenan también en una obra posterior del autor argentino, en Tierra y Figura de 1963. Allí sostiene, por un lado, que el numen del paisaje evoca "a los seres que lo habitan o habitaron; [mientras que] éstos -sobre todo, el hombre que lo sugiere y hasta lo trasunta en su estampa personal y en su estilo de vida- evocan su paisaje entero" (13); y, por el otro, apropiándose de un concepto de Hans Freyer, considera que la pampa es el ámbito de destino de la humanidad argentina: "Sin la imponente mole andina y el mar terroso de la extensión uniéndose a la líquida pampa atlántida no es posible dilucidar raigalmente el sentido de las empresas de la humanidad argentina" (Idem, 10).

Cabe a nosotros aquí precisar que un lugar que contiene potencialmente lo sido como semilla de todo porvenir y un lugar como destino, puede sonar contradictorio para la lógica bivalente occidental. ¿No es acaso el destino algo que acontece más allá del individuo y que se le impone como algo arbitrario y ajeno a sus posibilidades? ¿No cabe, además, leer ambas acepciones de lugar con un sentido igualmente determinista, contradictorio con cualquier idea de libertad?

La libertad correspondida: voluntad de (eterno) retorno

"basado en la teoría liberal de que el hombre es libre, se desprende que él siempre puede decir ‘no’ a quien sea. Esto, de hecho, constituye el momento más peligroso de la filosofía de la libertad, que bajo la égida de la libertad absoluta empieza a quitar la libertad de decir "no" a la libertad misma" (Dugin 2014, 109)

Lo que la idea de lugar como destino y de lugar como potencial de despliegue afecta en su libertad es unicamente al individuo, abstracción sobre la que el liberalismo construye sus instituciones cual castillos en el aire. Es este elemento aéreo y vaporoso, sustancialidad esquiva del elemento puramente intelectual, la quintaesencia de la subjetividad falta de raíces de la modernidad occidental. En definitiva es una pura negatividad simple y en ese sentido su voluntad equivale a resignar todos los lazos que siente como amarres y cadenas que coercionan su singularidad. Tal es así que para el liberal, el individuo nunca está suficientemente liberado. Y que la palabra “liberación” es, contra lo que usualmente se cree, profundamente reaccionaria. Fuera de su contraposición negativa a todo pasado, a toda historia o a toda opresión -la que se ubica siempre viniendo de afuera-, el individuo abstracto no tiene dirección alguna, y aún así cree estar haciendo algo cuando persigue su identidad en la negación de lo otro moralmente malo. Su voluntad, su ley individual es un mero capricho de auto-sustracción. Es decir que huye de todo fin que pueda proponerle metas, sacrificios y trascendencia, de toda libertad auténtica, con contenido, de todo para qué. Puesto que no admite ninguna ley por encima de él que pueda darle sentido a su propio ser, su libre arbitrio no arroja más que vacío y tedio, repetición del síntoma que lo constituye, en suma alienación autodestructiva, vicio. Por el contrario,

Lo telúrico... viene determinando desde su humus originario al hombre en su ser y sus empresas… la cultura quechua... concibe y define [al hombre] como ‘tierra que anda’ o ‘tierra animada’. Nadie puede ser algo desde el topos uranos. Lo es siempre desde su tierra, su tiempo y su paisaje historizado” (Carlos Astrada 1963, 10)

Desde una perspectiva telúrica como la que aquí proponemos y que creemos debe ser la base común sobre la cual plantear un horizonte de coordinación existencial y estratégica entre Rusia y nuestra América -grandes espacios continentales los dos-, la libertad individual, la libertad como excepción a toda ley de la tierra, sea la de un Dios, la de un pueblo o de un hombre es una libertad meramente negativa, puesto que solo se sustenta en la negación de lo heredado, de toda determinación y de toda identidad, sea propia o ajena. Contra lo que pretende el discurso racista del progresismo, la apertura al Otro solo es posible reconociendo que cada uno tiene su lugar y por tanto, aceptando las diferencias realmente existentes. Si se suprime todo derecho a la autodeterminación, que supone, como el mismo término lo indica, una auto-preservación en la diferencia específica que nos hace ser lo que somos y no otra cosa, se licuan unos y otros pueblos en la masa informe del mercadeo capitalista, única verdad concreta detrás de los derechos humanos abstractos. Es fácil ver que detrás de los anatemas morales que se lanzan contra los pueblos que se preservan a sí mismos no viene otra cosa que el refuerzo del nuevo orden mundial unipolar liberal con sus instituciones y sus lógicas decadentes.

Entonces, ¿cual es el nomos de la tierra, la ley de la tierra? Claramente es la gravitación que encarna todo ideal en la energía, el aliento que lo impulsa en su realización, la matriz de todo lo posible: que como Heidegger bien alumbra, es el ser. Nada viene de la nada misma y de allí el sentido de la tradición, bien entendida. No entendemos por posible, entonces, cualquier cosa imaginable. Antes bien lo verdaderamente posible responde siempre al suelo fáctico de la existencia que abre u oculta su espacio en mayor o menor medida para lo que adviene. No todo es posible. En ese sentido, la existencia, abandonada como está a su circunstancia acotada histórica y espiritualmente, no puede hacer otra cosa que corresponder a la posibilidad más propia de su ámbito de destino -el suelo- o bien elegir el camino de la deserción y la impersonalidad. La personalidad, justamente, la posibilidad más propia del existente del caso no es algo individual, es una configuración determinada por las posiblidades del propio lugar que uno ocupa, el ahí del ser, el Dasein, en el que retornan héroes tutelares y cantos triunfales, el misterio y el asombro que causa la propia existencia histórica: la interrogación más inicial que tiene peso de mandato. En boca del Padre de la Patria: Serás lo que debas ser o no serás nada. Desideratum pindárico que nos conmina a los argentinos a devenir quienes somos en el mismo sentido en que Dugin hace un llamado a que cada pueblo se reencuentre consigo mismo y haga carne de tal mandato. Esto es el sentido de la historia propiamente dicho. En ella acontece algo por entero diferente a cuanto la modernidad ha querido ver, una linea de tiempo en la cual se ubican un momento nuevo junto a otro o una sucesión de hechos jalonados por un motor inmóvil utopista. Por el contrario, lo que acontece verdaderamente es el Ser, que es un siempre nuevo retornar al inicio. En este retorno se acusa siempre un pasado y un futuro tan presentes como el proyecto que los articula, pues no se retorna al pasado sino al fondo mismo del Ser. Todo lo que este movimiento histórico del acontecimiento del Ser en un suelo fáctico determinado trae consigo no es más que la interiorización de su posibilidad real toda. Todo lo que verdaderamente puede ser, no se pregunta por su identidad, no persigue una causa exterior que motive su propia manifestación: es la acción pura, la inopinable caída del rayo, la soberanía de un elemento de la naturaleza que retorna -como creía Aristóteles- a su lugar natural. En este acontecer, el tiempo ya no cuenta, pues no hay nada que contar. Es el Dios quien cuenta el tiempo y juega haciendo muecas, como el niño con sus dados. Con la atenta indiferencia con que el niño trata a sus juguetes, el Dios juega a la historia con los hombres y allí sin embargo encuentra también él el su sentido.

Tradicionalismo, conservadurismos y más allá: revolución, y nada más.

En el arrojarse al juego de Dios con el hombre y los tiempos se interpreta un destino, al que el hombre se corresponde como actor cuando puede oírlo -siendo poeta- o quererlo -siendo guerrero-; de una forma u otra, cuando pretende alcanzar altura histórica y profundidad espiritual. No es sagrado el fruto del entendimiento, al que no le queda más que caer al suelo y pudrirse para al menos servir de nutriente al árbol de la vida indestructible, el axis mundi que se erige en el báthos del abismo. Contra él, no solo se han rebelado transmundanos y liberales de toda laya sino también los tradicionalistas occidentales. ¿Qué tenemos para oponernos al tradicionalismo integral de Guenón y Evola? No otra cosa sino el hecho de que “describieron la sociedad tradicional como un ideal atemporal” (Dugin 4TP, 114).  Nosotros consideramos que la Idea siempre es histórica y se nutre de jugos telúricos y la tracción que le aporta la sangre y la energía de los hombres. Más aún, la Idea suele encarnarse en los grandes hombres de la historia. Evola sabía esto, claro está, y al principio y al final de su obra daba rienda a su tendencia afirmativa y revolucionaria, de inspiración dionisíaca y nietzscheana, e incluso romántica. Sin embargo, la cristalización que encalló su potencia en las redes de la metafísica tuvo su epicentro en su obra principal, Rebelión contra el mundo moderno, con la que legara a la posteridad trazos muy fáciles de convertir en dogma. Allí entiende en una mala repetición de Platón que la tradición es el mundo del Ser opuesto al mundo del Devenir, que al primero corresponde lo solar, lo espiritual, lo viril y al otro lo telúrico, lo femenino, lo material. Sin embargo esta es una descripción abstracta que ninguna Tradición histórica precisó ni precisará realizar, independientemente del valor que tenga en el diálogo ecuménico entre distintas tradiciones. Tenemos que decir, de todos modos, que dicha obra fue un fracaso genial, como todos los naufragios de la metafísica, pero un fracaso al fin, pues la Tradición no tiene otro lugar que el de la tierra y la comunidad que la habita, no tiene otras formas que las de los héroes, místicos y poetas de un pueblo histórico. Estas formas responden siempre a un estilo anímico determinado por las coordenadas terrenas de su aparición que no es coyuntural como lo piensa la internacional tradicionalista. Cuando ellos afirman que todo lo manifiesto es un mero símbolo de una realidad trascendente, espiritual, quedan por detrás de Hegel, quien desfondó el topos uranos en el capítulo tres de la Fenomenología del Espíritu, al decir que la verdad de la manifestación, del mero fenómeno es ser mero fenómeno y nada más. Fenómeno e Idea no son dos cosas distintas sino para el que no tiene más remedio que divorciar la realidad en categorías lógicas abstractas por falta de arraigo real. Contra las supersticiones teoréticas ya se levantaba el gesto sarcástico de Heráclito, cuando ante otros dos fetichistas, pero de su tiempo, les espetó en la cara la dura y cruda realidad: aquí también habitan los Dioses, junto al fuego donde se cuecen las tiras asadas del festín y se chocan las copas del vino más embriagante, en el fragor de la batalla y en el taller del artesano, en los sueños del poeta y en la decisión del político. En boca de Tales: todo está lleno de dioses. El Espíritu no es patrimonio exclusivo de la casta sapiencial que los tradicionalistas creen encarnar. Era esperable que su cerrazón redundara en un fracaso histórico, pues la recepción de Guenón y Evola no ha arrojado ningún saldo revolucionario, con una excepción, que viene -no casualmente- de Rusia. Se trata del neo-eurasianismo encabezado por Aleksandr Dugin, que se ha erigido como la más digna y original puesta en obra del tradicionalismo radical. Su recepción de todo lo valioso que contienen los aportes de los autores mencionados, se da imbuída de afectos caológicos, de espaldas a las pretensiones edificantes de la metafísica occidental, pues se articula en una tradición real y no en una configuración conceptual abstracta. Los dogmáticos que solo gravitan en torno a la letra muerta sin sacar las debidas consecuencias y decisiones de lo que el espíritu de la misma conlleva, asisten con asombro a las contorsiones conceptuales de Alexandr Dugin, quien enreda la pureza etérea de los tradicionalistas con la fe ortodoxa, el eurasismo, el nacional-bolchevismo, la filosofía heideggeriana y posmoderna, y otros plurales aportes.

En este sentido no podemos dejar de ver que es el suelo ruso el responsable de la originalidad y riqueza del pensamiento duginiano, floración fértil de un renovado punto de vista que hoy se expande en todas las direcciones, como la estrella del Caos, en un llamado a desbordar los esquemas caducos de la modernidad occidental y a recuperar las propias raíces de cada pueblo. Las peculiaridades de la idiosincrasia rusa se han colado así en la pretensión sistemática de Evola y Guenón. En la obra de Dugin, la acentuación del mesianismo apocalíptico ruso radicaliza la mejor pulsión destructiva de Cabalgar el tigre -aquello de que “nada merece ser conservado”- en un sentido ofensivo de profunda espiritualidad, donde no queda claro si el fin que traera el fuego es solo el fin o un nuevo comienzo. En paralelo a ello, el lugar existencial que Rusia ocupa es visto por Dugin como un kátechon  signado por una paradoja que desborda su acuñación clásica: mientras más resiste el asedio globalista, inmóvil en la estepa de su interioridad, más lejos llega que los demás. Con lo que arribamos a una contradicción constitutiva de la profecía dugínica. Contradicción que no objetamos por reconocer en ella el carácter formal de todo lo vivo, como ya lo viera el Oscuro de Éfeso. Mientras Rusia más retrasa lo inevitable en su lejanía y desinterés por el destino del mundo moderno occidental, mientras más retrasa el advenimiento del juicio final, la guerra total contra el orden mundial unipolar, más se consustancia con el fuego que desbordará el fin de los tiempos y terminará con todo lo que conocemos. Mientras más conservadora parece, es en realidad más revolucionaria. Esto significa que el fino ajedrez estratégico de Putin está llamado por las circunstancias mismas -más tarde o más temprano- a convocar a la movilización total -o ser arrastrado por ella- para patear el tablero global y sumir el mundo en un maremoto redentor. De este modo, Dugin ha sabido afirmar la verdad dialéctica e histórica que se sigue de la Aufhebung del tradicionalismo: la revolución permanente, el eterno retorno de lo mismo que sin embargo es distinto, fuente inagotable e indestructible de vitalidad. Los términos “conservadurismo” y “tradicionalismo” son para esta siempre nueva eternidad demasiado pesados, demasiado toscos, demasiado nostálgicos y cargados de pasado. Revolutio es el arcano, el signo de los tiempos.

La revolución pide eternidad y la eternidad pide revolución.

Bibliografía

Astrada, C. (1921). El renacimiento del mito. En Cuasimodo, Año II (2º Época), Nº20.
Astrada, C. (1945). Nietzsche, profeta de una edad trágica. Buenos Aires: Ed. La Universidad
Astrada, C. (1948). El Mito Gaucho. Buenos Aires: Ediciones Cruz del Sur
Astrada, C. (1952). La revolución existencialista. La Plata: Devenir.
Astrada, C. (1963). Tierra y Figura. Buenos Aires: Ameghino.
Berdiáev, N. (1946/1997). La idea rusa. En Novikova (comp.), Rusia y Occidente. Madrid: Tecnos.
Dugin, A. (2014). La cuarta teoría política. Barcelona: Ediciones Nueva República.
Dugin, A. y Benoist, A. (2014). ¿Qué es el Eurasismo?. Tarragona: Ediciones Fides.
Heidegger, M. (1945/2006). La pobreza. Buenos Aires: Amorrortu.
Schmitt, C. (1951). La unidad del mundo. Murcia: Universidad de Murcia.
Spengler, O. (1921/1967). The two faces of Russia. En White, D. (comp.), Selected Essays. Chicago: Henry Regnery Company.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Superar el populismo



Consideraciones críticas a partir de la visita de Alain de Benoist

Por Esteban Montenegro

En la Argentina hay visitas intelectuales que, como la de Ortega y Gasset en 1916, despiertan no sólo un gran interés sino también una participación activa en la marcha del pensamiento. Hay que decir en primer lugar que a los argentinos nos invade un especial entusiasmo cuando aterriza en nuestra tierra el intelectual extranjero o cuando hacemos nosotros el viaje que nos permitirá conocerlo. Y esto va más allá de la importancia y altura del personaje en cuestión, pues tenemos en realidad la sensación de que a duras penas nos volvemos pensadores sin la aprobación del extranjero. Por ejemplo, según esta perspectiva la filosofía de Carlos Astrada ostenta un plus de valor por su relación discipular con Martin Heidegger y Max Scheler. Ningún mérito del propio Astrada podría, según esta visión, suplir lo que le dio el contacto personal con los maestros alemanes. Esta visión fetichista que en buena medida nos atraviesa a casi todos los argentinos es un efecto de nuestra situación periférica, para superar la cual no alcanza con cantar loas a la liberación de los oprimidos. Como diría Nietzsche, ser libre no es un valor en sí mismo. Lo importante es para qué uno quiere libertad y si tiene realmente la fuerza para hacerlo.

Por esa razón, la crítica de la colonización del saber europeo no es sino la última moda europea, que en nuestra América se adopta acríticamente. Separarse de esta moralización de la historia es de suma importancia. Su veneno es doble: moral del resentimiento para unos, moral de la penitencia para otros. Sobre ello se sustenta el mismo sistema que nos mantiene subordinados a unos y a otros. La crítica ha devenido permanente porque el orden liberal mundial no puede sino estar en crisis y hacer de esta crisis su auto-producción permanente, su propia movilización total. Este estado de tensión resuelve sus contradicciones neutralizando potenciales tendencias revolucionarias en un frente común "civilizado" y "moralmente bueno" frente a la presencia del mal. Para tal fin precisa un enemigo a su medida, moralmente reprobable: el fantasma del populismo. En él proyecta el establishment la reminiscencia de los viejos totalitarismos, enemigos de la sociedad abierta: comunismo y, especialmente, nazi-fascismo. Su fundamento dogmático es por tanto que, fuera de la democracia liberal, sólo habita Auschwitz, el mal absoluto. Pero este es tan absoluto que no es extraño a nosotros, siempre acecha al interior de cada individuo como una tensión que debe ser observada, vigilada de cerca, censurada y reeducada por las instituciones públicas. Como el Dios de Schelling, el sistema se erige sobre un fundamento de existencia que es lo que, siendo parte de él, no es él mismo. El fantasma del populismo (“la extrema derecha”) es lo que, al interior del sistema, el sistema mismo proyecta como su anverso. Esta falsa dialéctica permite que todo siga funcionando en crisis permanente mediante siempre nuevas conmociones que reaviven el peligro. Este modus operandi del totalitarismo “democrático” es tan impermeable a la razón como la existencia del mal en la teología cristiana. Se sostiene sobre la imposición de la fe y sus mandamientos prohibitivos. Quien cuestiona la historia oficial y la legitimidad del orden mundial que inauguraron “los buenos” con Hiroshima y Nagasaki comete un latrocinio contra las esperanzas de la humanidad y merece no solo sanción moral sino una efectiva pena de prisión.

Ante ello hay que destacar sin ninguna duda el esfuerzo de los europeos verdaderamente disidentes en relación a la cultura hegemónica. Tal el caso de Alain de Benoist, quien recientemente ha visitado nuestra patria para hacer una apropiación conceptual del término “populismo”. El uso fantasmático antes comentado no representa, como se habrá notado, sino un sinónimo de demagogia y violencia. Se sobreentiende en este uso que por medio de apelaciones retóricas sensacionalistas se usa y se manipula al pueblo y se lo usa como fuerza de choque contra los que piensan distinto. En esta visión, el pueblo no sabe lo que quiere y es engañado por otros. Pero Benoist considera que existe tras este fantasma un fenómeno populista que es verdaderamente otro respecto del sistema y no la otra cara de su moneda, fundamento de su existencia. El populismo como fenómeno ostenta un valor de síntoma -en tanto pone de relieve un malestar popular real- y, además, supone la posibilidad de configurar eventualmente un sistema de ideas coherente. Esto último constituye la apuesta del autor, quien tomando distancia de los ídolos del Estado y el Mercado propone hacer descansar un auténtico populismo sobre las comunidades locales, entendiendo que las decisiones que ellas mismas puedan tomar de forma directa no deben ser delegadas. Defiende así la libertad y la igualdad de las distintas comunidades, de los de abajo frente a las élites presuntamente capacitadas para tomar decisiones en lugar de ellos. De ello se siguen las dos características principales de su propuesta. Por un lado es fundamentalmente anticapitalista, pues el imperio de las mercancías liquida todas las formas de vida común. Por el otro, es profundamente antielitista pues prioriza la participación directa del pueblo en la toma de decisiones, sacudiendo la razón de ser de las instituciones representativas que traicionando la voluntad popular dejan el poder decisorio en manos de las burocracias del empresariado, las finanzas y la política partidocrática.

El verdadero populismo que promueve Benoist es pues algo completamente distinto del fantasma del mal absoluto. Pero como el sistema no puede permitir la emergencia de una diferencia auténtica respecto de su trama ideológica constitutiva, Benoist mismo no puede ser comprendido por la cultura hegemónica -presuntamente crítica- sino como un epígono de aquel fantasma. Tal es así que ha sido bautizado desde los años 70s como fundador de la así llamada “nueva derecha”, como un ideólogo de los movimientos populistas de “extrema derecha”. El hecho de que al pensador genuinamente nacional el establishment globalista le de la espalda, hace imposible ubicarlo al lado de los intelectuales oficiales. Nadie dudaría en afirmar que el valor de la obra de Borges no precisa de referencias especiales al pueblo y la nación que lo vio nacer. Pero sería difícil decir lo mismo de Carlos Astrada, aunque haya gozado de todas las credenciales académicas de nivel internacional. Del mismo modo, nunca Benoist podrá ser tan abstractamente universal como Deleuze puede serlo para los afrancesados de la UBA. Su descomunal trabajo intelectual no cae en los radares de las revistas culturales de los grandes diarios. Así vemos que las relaciones de reconocimiento entre distintos espacios organizados en relación a un solo polo dominante y hegemónico son claramente asimétricas. Y, de vuelta, que la contradicción periferia-centro no es tan lineal como parece. Pero además subyace aquí que, si existe un espacio cultural dominante en el cual solo se consagran aquellos pensadores que reniegan de su pertenencia a un pueblo, una tradición o una nación, también existe un espacio de resistencia en el cual se entrecruzan los pensadores arraigados de todas las latitudes. Este espacio ecuménico es la hermenéutica con la que el Espíritu trama las distintas culturas en sí y para sí. La universalidad no es un lugar abstracto que ocupan solo unos grandes pensadores que no contradicen los valores de la modernidad occidental y que valen como mera literatura para recreo de una burguesía aburrida. Para los que luchamos por el mundo multipolar la universalidad es siempre una universalidad concreta. Esto significa que existen valores universales pero que éstos no son distintos de su encarnación singular en una cultura. Es decir que no existe idea alguna por fuera de su encarnación y que lo encarnado no son meras ideas sino figuras, ideas-fuerza que coinciden con un conato, con una voluntad que les da vida.

¿Qué hacemos?”, “¿hacia dónde vamos?” son las preguntas que relevan y explayan a la pregunta primera: “¿quiénes somos?”. El populismo como idea-fuerza, tal como Benoist lo propone, no será juzgado por nosotros en el terreno abstracto de la mera adecuación conceptual, tampoco en el moral, que enjuicia la bondad o maldad de las intenciones en referencia a una ley universal; lo haremos desde la carne y sangre que demanda la voluntad de la historia misma. Entendemos en este sentido que Benoist interpela a los movimientos que por izquierda o por derecha surgen en Europa como respuesta al descreimiento de los partidos tradicionales. Sin embargo, en esencia, los así llamados populismos europeos que socavan supuestamente las instituciones de la democracia liberal representativa no encarnan ningún movimiento revolucionario, son partidos electorales; sus jefes no son caudillos preparados para el combate sino gente bien de saco y corbata; no quieren reducir al enemigo a su mínima expresión sino únicamente sobreponerse a su adversario político. Han creído en el fantasma del populismo que el sistema puso sobre ellos y tratan por todos los medios de librarse de él porque no luchan por una idea o por el honor sino por el éxito. Por ello la disputa de los populismos europeos realmente existentes es por ubicarse en el centro, por volverse una expresión más acabada del sistema democrático-liberal y legitimarse finalmente ante él. No tratan en ningún caso de sustituirlo ni de empujar y deshacerse de los límites trazados por la corrección política. No intentan mostrar que la verdad del “fantasma” es la realidad misma del orden liberal. En cierta medida Benoist intenta avanzar por este lado, mostrando que el sistema no respeta la voluntad popular y, por tanto, no puede llamarse democrático. Sin embargo, creemos que no pone en este punto suficiente énfasis como para poder revertir en algún punto el rumbo actual de los movimientos populistas hacia buen puerto. Esta falta de énfasis proviene de una falta de cuerpo de su propuesta que peca de abstracta y general. Si un pueblo vale algo, entonces ese algo se expresará en una vanguardia y en un comandante que logre conducir ese pueblo hacia su victoria política. De nada sirve articular y responder a demandas insatisfechas por el sistema si el pueblo del caso no tiene otro valor que el del consumo. En tal caso, satisfacer las necesidades artificiales de un pueblo de consumidores hedonistas no arrojará como saldo sino el reforzamiento del sistema. El cliente no siempre tiene la razón. En nuestra América un ciclo populista acaba de caer rendido por esa razón. En el resto del mundo comienza a mostrar su hedor con las tímidas traiciones de Tsipras por aquí y de Trump por allá. El populismo ha resultado tibio hasta para la traición, neutralizando el fervor patriótico y la energía socialista en el fuego lento del posibilismo electoral. Pero aún cuando la formula de Benoist encontrara oídos, ella no parece tampoco concebir suficientemente el tránsito por lo negativo, la voluntad de sobreponerse a lo dado, de hacer una revolución. Es preciso para ello mucho más que reivindicar al pueblo y aumentar su participación en una agenda que todavía digitan las élites globalistas. No se trata, como dijimos, de evaluar las ideas por sí mismas sino de atender a su fuerza por el simple hecho de que ningún poder se suicida. ¿Es acaso una asamblea popular, un mero referendo, la idea-fuerza más potente de la nueva voluntad europea? Si es así, Europa está muerta y pronto caerá bajo la espada del Califato o la del Zar; potencias que encarnan un mito y por eso disputan con su poder continentes enteros, el porvenir del siglo próximo y no las próximas elecciones. Son potencias de este tipo, pueblos vivientes, los que están a la altura de responder la pregunta rectora de la filosofía política nietzscheana: “¿quién será el dominador del mundo?”. Si Europa renuncia a un destino propio por falta de ímpetu, la braveza de la pampa y de la estepa será llamada a extender sus jinetes a lo largo y ancho de las grandes masas terrestres para encarnar el legado vivo de la cultura europea. El renacimiento del mito vendrá entonces de dos latitudes distintas, con el mismo ímpetu que lo cantara el filósofo argentino al saludar la revolución rusa, revolución que habiendo desbordado el estrecho cauce soviético sale de nuevo desde el oriente, iluminando con la luz de la Hagia Sophia desde Vladivostok hasta Lisboa; cruza así su camino con la Cruz del Sur, que desde el fin del mundo se clava cual flecha mortífera en el corazón del capitalismo, consagrando América toda al imperio de la Raza Cósmica. Cuando aquello acontezca Occidente no será más que un recuerdo sepultado en el océano Atlántico y el hombre nuevo surcará la tierra con su paso acerado.