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miércoles, 8 de noviembre de 2017

Superar el populismo



Consideraciones críticas a partir de la visita de Alain de Benoist

Por Esteban Montenegro

En la Argentina hay visitas intelectuales que, como la de Ortega y Gasset en 1916, despiertan no sólo un gran interés sino también una participación activa en la marcha del pensamiento. Hay que decir en primer lugar que a los argentinos nos invade un especial entusiasmo cuando aterriza en nuestra tierra el intelectual extranjero o cuando hacemos nosotros el viaje que nos permitirá conocerlo. Y esto va más allá de la importancia y altura del personaje en cuestión, pues tenemos en realidad la sensación de que a duras penas nos volvemos pensadores sin la aprobación del extranjero. Por ejemplo, según esta perspectiva la filosofía de Carlos Astrada ostenta un plus de valor por su relación discipular con Martin Heidegger y Max Scheler. Ningún mérito del propio Astrada podría, según esta visión, suplir lo que le dio el contacto personal con los maestros alemanes. Esta visión fetichista que en buena medida nos atraviesa a casi todos los argentinos es un efecto de nuestra situación periférica, para superar la cual no alcanza con cantar loas a la liberación de los oprimidos. Como diría Nietzsche, ser libre no es un valor en sí mismo. Lo importante es para qué uno quiere libertad y si tiene realmente la fuerza para hacerlo.

Por esa razón, la crítica de la colonización del saber europeo no es sino la última moda europea, que en nuestra América se adopta acríticamente. Separarse de esta moralización de la historia es de suma importancia. Su veneno es doble: moral del resentimiento para unos, moral de la penitencia para otros. Sobre ello se sustenta el mismo sistema que nos mantiene subordinados a unos y a otros. La crítica ha devenido permanente porque el orden liberal mundial no puede sino estar en crisis y hacer de esta crisis su auto-producción permanente, su propia movilización total. Este estado de tensión resuelve sus contradicciones neutralizando potenciales tendencias revolucionarias en un frente común "civilizado" y "moralmente bueno" frente a la presencia del mal. Para tal fin precisa un enemigo a su medida, moralmente reprobable: el fantasma del populismo. En él proyecta el establishment la reminiscencia de los viejos totalitarismos, enemigos de la sociedad abierta: comunismo y, especialmente, nazi-fascismo. Su fundamento dogmático es por tanto que, fuera de la democracia liberal, sólo habita Auschwitz, el mal absoluto. Pero este es tan absoluto que no es extraño a nosotros, siempre acecha al interior de cada individuo como una tensión que debe ser observada, vigilada de cerca, censurada y reeducada por las instituciones públicas. Como el Dios de Schelling, el sistema se erige sobre un fundamento de existencia que es lo que, siendo parte de él, no es él mismo. El fantasma del populismo (“la extrema derecha”) es lo que, al interior del sistema, el sistema mismo proyecta como su anverso. Esta falsa dialéctica permite que todo siga funcionando en crisis permanente mediante siempre nuevas conmociones que reaviven el peligro. Este modus operandi del totalitarismo “democrático” es tan impermeable a la razón como la existencia del mal en la teología cristiana. Se sostiene sobre la imposición de la fe y sus mandamientos prohibitivos. Quien cuestiona la historia oficial y la legitimidad del orden mundial que inauguraron “los buenos” con Hiroshima y Nagasaki comete un latrocinio contra las esperanzas de la humanidad y merece no solo sanción moral sino una efectiva pena de prisión.

Ante ello hay que destacar sin ninguna duda el esfuerzo de los europeos verdaderamente disidentes en relación a la cultura hegemónica. Tal el caso de Alain de Benoist, quien recientemente ha visitado nuestra patria para hacer una apropiación conceptual del término “populismo”. El uso fantasmático antes comentado no representa, como se habrá notado, sino un sinónimo de demagogia y violencia. Se sobreentiende en este uso que por medio de apelaciones retóricas sensacionalistas se usa y se manipula al pueblo y se lo usa como fuerza de choque contra los que piensan distinto. En esta visión, el pueblo no sabe lo que quiere y es engañado por otros. Pero Benoist considera que existe tras este fantasma un fenómeno populista que es verdaderamente otro respecto del sistema y no la otra cara de su moneda, fundamento de su existencia. El populismo como fenómeno ostenta un valor de síntoma -en tanto pone de relieve un malestar popular real- y, además, supone la posibilidad de configurar eventualmente un sistema de ideas coherente. Esto último constituye la apuesta del autor, quien tomando distancia de los ídolos del Estado y el Mercado propone hacer descansar un auténtico populismo sobre las comunidades locales, entendiendo que las decisiones que ellas mismas puedan tomar de forma directa no deben ser delegadas. Defiende así la libertad y la igualdad de las distintas comunidades, de los de abajo frente a las élites presuntamente capacitadas para tomar decisiones en lugar de ellos. De ello se siguen las dos características principales de su propuesta. Por un lado es fundamentalmente anticapitalista, pues el imperio de las mercancías liquida todas las formas de vida común. Por el otro, es profundamente antielitista pues prioriza la participación directa del pueblo en la toma de decisiones, sacudiendo la razón de ser de las instituciones representativas que traicionando la voluntad popular dejan el poder decisorio en manos de las burocracias del empresariado, las finanzas y la política partidocrática.

El verdadero populismo que promueve Benoist es pues algo completamente distinto del fantasma del mal absoluto. Pero como el sistema no puede permitir la emergencia de una diferencia auténtica respecto de su trama ideológica constitutiva, Benoist mismo no puede ser comprendido por la cultura hegemónica -presuntamente crítica- sino como un epígono de aquel fantasma. Tal es así que ha sido bautizado desde los años 70s como fundador de la así llamada “nueva derecha”, como un ideólogo de los movimientos populistas de “extrema derecha”. El hecho de que al pensador genuinamente nacional el establishment globalista le de la espalda, hace imposible ubicarlo al lado de los intelectuales oficiales. Nadie dudaría en afirmar que el valor de la obra de Borges no precisa de referencias especiales al pueblo y la nación que lo vio nacer. Pero sería difícil decir lo mismo de Carlos Astrada, aunque haya gozado de todas las credenciales académicas de nivel internacional. Del mismo modo, nunca Benoist podrá ser tan abstractamente universal como Deleuze puede serlo para los afrancesados de la UBA. Su descomunal trabajo intelectual no cae en los radares de las revistas culturales de los grandes diarios. Así vemos que las relaciones de reconocimiento entre distintos espacios organizados en relación a un solo polo dominante y hegemónico son claramente asimétricas. Y, de vuelta, que la contradicción periferia-centro no es tan lineal como parece. Pero además subyace aquí que, si existe un espacio cultural dominante en el cual solo se consagran aquellos pensadores que reniegan de su pertenencia a un pueblo, una tradición o una nación, también existe un espacio de resistencia en el cual se entrecruzan los pensadores arraigados de todas las latitudes. Este espacio ecuménico es la hermenéutica con la que el Espíritu trama las distintas culturas en sí y para sí. La universalidad no es un lugar abstracto que ocupan solo unos grandes pensadores que no contradicen los valores de la modernidad occidental y que valen como mera literatura para recreo de una burguesía aburrida. Para los que luchamos por el mundo multipolar la universalidad es siempre una universalidad concreta. Esto significa que existen valores universales pero que éstos no son distintos de su encarnación singular en una cultura. Es decir que no existe idea alguna por fuera de su encarnación y que lo encarnado no son meras ideas sino figuras, ideas-fuerza que coinciden con un conato, con una voluntad que les da vida.

¿Qué hacemos?”, “¿hacia dónde vamos?” son las preguntas que relevan y explayan a la pregunta primera: “¿quiénes somos?”. El populismo como idea-fuerza, tal como Benoist lo propone, no será juzgado por nosotros en el terreno abstracto de la mera adecuación conceptual, tampoco en el moral, que enjuicia la bondad o maldad de las intenciones en referencia a una ley universal; lo haremos desde la carne y sangre que demanda la voluntad de la historia misma. Entendemos en este sentido que Benoist interpela a los movimientos que por izquierda o por derecha surgen en Europa como respuesta al descreimiento de los partidos tradicionales. Sin embargo, en esencia, los así llamados populismos europeos que socavan supuestamente las instituciones de la democracia liberal representativa no encarnan ningún movimiento revolucionario, son partidos electorales; sus jefes no son caudillos preparados para el combate sino gente bien de saco y corbata; no quieren reducir al enemigo a su mínima expresión sino únicamente sobreponerse a su adversario político. Han creído en el fantasma del populismo que el sistema puso sobre ellos y tratan por todos los medios de librarse de él porque no luchan por una idea o por el honor sino por el éxito. Por ello la disputa de los populismos europeos realmente existentes es por ubicarse en el centro, por volverse una expresión más acabada del sistema democrático-liberal y legitimarse finalmente ante él. No tratan en ningún caso de sustituirlo ni de empujar y deshacerse de los límites trazados por la corrección política. No intentan mostrar que la verdad del “fantasma” es la realidad misma del orden liberal. En cierta medida Benoist intenta avanzar por este lado, mostrando que el sistema no respeta la voluntad popular y, por tanto, no puede llamarse democrático. Sin embargo, creemos que no pone en este punto suficiente énfasis como para poder revertir en algún punto el rumbo actual de los movimientos populistas hacia buen puerto. Esta falta de énfasis proviene de una falta de cuerpo de su propuesta que peca de abstracta y general. Si un pueblo vale algo, entonces ese algo se expresará en una vanguardia y en un comandante que logre conducir ese pueblo hacia su victoria política. De nada sirve articular y responder a demandas insatisfechas por el sistema si el pueblo del caso no tiene otro valor que el del consumo. En tal caso, satisfacer las necesidades artificiales de un pueblo de consumidores hedonistas no arrojará como saldo sino el reforzamiento del sistema. El cliente no siempre tiene la razón. En nuestra América un ciclo populista acaba de caer rendido por esa razón. En el resto del mundo comienza a mostrar su hedor con las tímidas traiciones de Tsipras por aquí y de Trump por allá. El populismo ha resultado tibio hasta para la traición, neutralizando el fervor patriótico y la energía socialista en el fuego lento del posibilismo electoral. Pero aún cuando la formula de Benoist encontrara oídos, ella no parece tampoco concebir suficientemente el tránsito por lo negativo, la voluntad de sobreponerse a lo dado, de hacer una revolución. Es preciso para ello mucho más que reivindicar al pueblo y aumentar su participación en una agenda que todavía digitan las élites globalistas. No se trata, como dijimos, de evaluar las ideas por sí mismas sino de atender a su fuerza por el simple hecho de que ningún poder se suicida. ¿Es acaso una asamblea popular, un mero referendo, la idea-fuerza más potente de la nueva voluntad europea? Si es así, Europa está muerta y pronto caerá bajo la espada del Califato o la del Zar; potencias que encarnan un mito y por eso disputan con su poder continentes enteros, el porvenir del siglo próximo y no las próximas elecciones. Son potencias de este tipo, pueblos vivientes, los que están a la altura de responder la pregunta rectora de la filosofía política nietzscheana: “¿quién será el dominador del mundo?”. Si Europa renuncia a un destino propio por falta de ímpetu, la braveza de la pampa y de la estepa será llamada a extender sus jinetes a lo largo y ancho de las grandes masas terrestres para encarnar el legado vivo de la cultura europea. El renacimiento del mito vendrá entonces de dos latitudes distintas, con el mismo ímpetu que lo cantara el filósofo argentino al saludar la revolución rusa, revolución que habiendo desbordado el estrecho cauce soviético sale de nuevo desde el oriente, iluminando con la luz de la Hagia Sophia desde Vladivostok hasta Lisboa; cruza así su camino con la Cruz del Sur, que desde el fin del mundo se clava cual flecha mortífera en el corazón del capitalismo, consagrando América toda al imperio de la Raza Cósmica. Cuando aquello acontezca Occidente no será más que un recuerdo sepultado en el océano Atlántico y el hombre nuevo surcará la tierra con su paso acerado.

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